Reflexiones en voz alta

Reflexiones en voz alta

Como si la pobreza tuviera nacionalidad y la barbarie distinguiera fronteras, vergonzosamente hay voces que pugnan por cerrar el paso al éxodo que viene de Honduras.  Hace tiempo que un fenómeno social no me sorprendía tanto como el que estamos observando: miles y miles de personas huyendo de la violencia, incluyendo la violencia del hambre, la más letal de todas las violencias, porque no distingue edades, no distingue pertenencia religiosa, no distingue fronteras.

Estoy reflexionando en voz alta y creo que es apenas el principio de un fenómeno que superará el éxodo de miles de sirios huyendo de la guerra y buscando en Europa el refugio y la sobrevivencia. La diferencia acá es que con Honduras, El Salvador, Guatemala, Costa Rica, Nicaragua, con Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú, Argentina, Chile, Uruguay, Panamá y Paraguay y las y los habitantes de este gran continente, nos une el idioma, la cultura, una parte de la historia y un trozo de tragedia.

Los hondureños que van al norte se cansaron de migrar individualmente, se hartaron de ser las víctimas invisibles de las autoridades migratorias y de los maras salvatruchas, que hicieron del asalto a la migración su modus operandi, y de la trata y explotación de mujeres y niños, su negocio más lucrativo.

Honduras es una de las naciones más inseguras del planeta y la segunda más pobre de la región latinoamericana; 1 de cada 2 personas sobrevive con 1.25 dólares al día; las mujeres son las más pobres entre las pobres y eso se transmite en cada generación porque las causas de la pobreza y la inseguridad son profundas y los gobiernos en turno no han logrado o no han querido enfrentar y hacerse cargo de la más elemental de sus responsabilidades, que es brindar protección a la población.

Finalmente, las cosas no son tan diferentes en el resto de los países centroamericanos, tampoco lo son en nuestro país; entonces, ¿en dónde está la diferencia? ¿Y por qué la migración hacia el norte es más visible y notoriamente masificada?

El Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (CCSPJP) informó en 2017 que, sin considerar a los países que se encuentran en guerra, en la región latinoamericana y del Caribe se localizan 43 de las 50 ciudades más peligrosas del mundo. Encabezan la lista Caracas, en Venezuela; Acapulco, México, y San Pedro Sula, en Honduras, lugar de donde precisamente proviene la mayoría de las personas que masivamente están ingresando a México en su tortuoso camino a los Estados Unidos.

San Pedro Sula parece tierra de nadie, es la tercera ciudad más peligrosa del planeta, la tasa de homicidios supera a las ciudades brasileñas de Río de Janeiro y Río Grande Du Sur; supera a Medellín y Cali, en Colombia; supera a Matamoros, Ciudad Juárez y Apatzingán. De esa pequeña ciudad de cerca de 800 mil habitantes proviene la mayoría de las y los niños, jóvenes y mujeres que el sábado pasado ingresaron a México; algunos seguramente continuarán la travesía y otros optarán por pedir refugio en nuestro país.

Las Patronas son mujeres mexicanas pobres que sobreviven del campo, del autoconsumo y del comercio en pequeño; desde hace más de 20 años han dedicado todos los días de sus vidas a ofrecer solidaridad incondicional a los migrantes que se transportan en los techos de La Bestia, un tren de carga con rumbo al norte, convertido en improvisado y por momentos mortal transporte para decenas de centroamericanos que quieren llegar, a como dé lugar, al otro lado del río Bravo. Las Patronas, literalmente, hacen malabares para alcanzar a los migrantes y aventarles algo de agua y comida; su vida, su historia y su solidaridad ha sido contada y recontada en muchos países y eso ha permitido, a través de sus vivencias, visibilizar el drama de la migración.

Cada uno de nosotros tiene al menos un familiar o amigo en Estados Unidos; deben ser casi 4 millones de michoacanos viviendo allá; primero se fueron algunos cientos en la década de los 70, y cuando arreció la crisis en nuestro país se fueron por miles, dejando familias completas a la deriva y, en el mejor de los casos, enviando remesas a sus familias de acá.

Hemos sabido cómo le hacen para cruzar la frontera, acompañados de polleros que los asaltan o los dejan abandonados en el desierto, y en el mejor de los casos logran atravesar la línea y adentrarse en aquel país; hemos sabido de la persecución rifle en mano que realizan los más reaccionarios estadounidenses antiinmigrantes; hemos sabido de la tragedia que implica para miles cruzar el río Bravo o el desierto.

Hoy aquí, en nuestro país, no podemos permitir que se repita la tragedia y que los centroamericanos sean tratados en México como lo hacen los estadounidenses con las y los mexicanos; es sólo una reflexión en voz alta.

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