Semana Santa en Michoacán: Vía Crucis permanente de internos del Mil Cumbres (Crónica)

(Foto: ACG)
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Por Eduardo Pérez Arroyo

Morelia, Michoacán (MiMorelia.com).- En la cárcel de Mil Cumbres hay otras cárceles. Como la de Leonardo.

—Sucedió en Apatzingán. Me dieron 65 años.

Son las 11:00 de la mañana y el calor es casi insoportable. Los fotógrafos usan gorros y papeles para tapar los rayos que caen como plomo fundido en cualquier parte expuesta de la piel. El sacerdote que oficia la ceremonia se tapa la cabeza con la estola. Un par de chicas funcionarias se acerca a uno de los edificios para capturar algo de sombra. En el medio del patio, en el mismo punto en donde a diario se acumulan decenas de almas que extraviaron el camino, los internos soportan sin problemas.

Muchos con varias capas de ropa acorde con la ceremonia. No parece importarles.

—Lo merecemos— dice uno al que pregunto por el calor—. Somos unas fichitas.

—Lo justo sería que nos frieran en el infierno —dice otro, quitando gravedad a la desgracia. Los que lo rodean estallan en risas.

La primera de las 15 estaciones del Vía Crucis acaba de empezar. Los fotógrafos corren de un lado a otro para tener el mejor ángulo. Los que como yo sólo venimos a presenciar para después hacer la crónica, intentamos no estorbar. Los demás internos, los que este año no participan de la presentación y hoy visten de blanco, permanecen respetuosamente de pie.

† † † †

Hace casi media hora, al entrar, nos dijeron: nada de teléfonos, nada de grabadoras. Apenas papel y lápiz. La lista de colores prohibidos en la ropa es larga: nada de azul, nada de negro, blanco, rojo o verde. También: nada de bebidas oscuras, nada de café o Coca Cola para los internos. Me pongo nervioso. Uno de los fotógrafos que integra la comitiva trae un vaso de café. Yo visto completamente de negro. ¿Podremos?

—Por acá. Pasen.

Nuestros timbres con la estrella de la Policía Michoacán en cada muñeca, más las distintas revisiones en las cuales tuvimos que repetir nuestros nombres hasta tres veces, sirven como salvoconducto. O quizá el espíritu de Semana Santa relaja las cosas.

—Todos juntos. No se separen.

No todos los días se entra en la cárcel más peligrosa de un estado como Michoacán.

—Hola —dicen, apenas entramos, dos que se acercan con cara de amigos—. Gracias por venir.

—Gracias a ustedes por atendernos —respondemos con Benjamín, el reportero con quien minutos antes intercambiábamos experiencias sobre la realidad periodística local.

—Con mucho respeto —dice uno—, ¿no tendrían algo de dinero…?

Revisamos nuestros escuálidos bolsillos de profesionales de la comunicación.

—Apenas traigo unas pocas monedas. No creo que alcancen para nada…

Un tercero se acerca vendiendo rosarios artesanales hechos sólo con hilo.

—Uno aprende a hacer muchas cosas aquí— dice Leonardo, que no se llama Leonardo—. Yo me enseñé y ahora hago carpintería, artesanía y también soy eléctrico.

—¿Cuánto tiempo llevas?

—Trece años. Aún me faltan algunos.

Benjamín se saca los únicos 20 pesos que trae en su bolsillo y se los da. Entre todo lo que les dimos no llega a los 28 pesos. Para nosotros, para cualquiera que venga de afuera, la cantidad es ridícula. Para ellos no. Con inusitada alegría los dos internos que recibieron el dinero corren a comprar algo.

Los sumos sacerdotes, en el centro del patio, pactan con Judas por 30 monedas de plata.

—Acá es difícil —dice Leonardo—. Un cigarro vale 4 pesos. Una cajetilla, 80 pesos. Las tortas valen 10, pero apenas tienen una embarradita de salsa y una o dos salchichas. Si nos va bien, en un día podemos juntar 20 pesos.

En Michoacán, un estado pobre, el salario mínimo llega a los 88 pesos. Es cierto que esto es una cárcel y que, en teoría, nadie debiera trabajar para comer. Pero la realidad en este y en casi todos los penales del mundo es distinta.

—Una vez nos quedamos sin agua porque se rompió la bomba —narra Leonardo—. Durante varios días tuvimos que comprar el agua. 10 pesos la botella.

Dice que el único vicio que siempre ha tenido es fumar. Benjamín, que es una de esas personas que cree en la solidaridad sin aspavientos, le regala su caja nueva de cigarrillos.

—Sólo déjame dos para más tarde.

Leonardo, con emoción, se abre los pantalones y se mete la caja.

(Foto: ACG)
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Rafael se llama quien este año encarna a Jesucristo. Está por homicidio. Lo escogieron porque se parece a Jesucristo, porque se porta bien y porque tiene la suficiente fuerza para trasladar la cruz. Porque el traslado de la cruz es real. También lo son los golpes que recibe, el sudor de los actores y algunos de los calvarios internos. Por lo pronto, la entrega es total.

—Hasta ahora ninguno se ha equivocado —dice un interno—. El año pasado se equivocaron dos veces. Mira cómo son, ni siquiera respetan la palabra sagrada.

Los ensayos de la presentación dura casi dos meses. Se nota: casi todos los personajes declaman párrafos largos y es verdad que ninguno se equivoca. Los ensayos son abiertos y casi todos se saben la historia. Todo eso me lo cuenta Leonardo. La performance es fiel: hay soldados, están Herodes, Poncio Pilatos y su mujer Claudia, María Magdalena, la Verónica, los sumos sacerdotes, Barrabás, Judas, Dimas y Gestas y todos los demás. En total deben ser cerca de 100 actores. Los internos que aún no habían visto los ensayos se sorprenden por el buen nivel. Cuando los sumos sacerdotes gritan: "¡Culpable!" se oyen murmullos de descontento. Cuando Judas cae todos celebran: por pinche delator.

Casi todos los internos participan. La cantidad de actores vestidos con prendas de colores casi rivaliza con los que sólo observan. Leonardo cuenta: la iglesia les presta el vestuario. Desde hace años se utilizan las mismas prendas que después se guarda en la capilla. Una producción monumental.

Leonardo también dice que cuando logre salir se irá a otro estado.

—Tengo una casa en Guanajuato. Cuando cumpla 20 años de mi pena intentaré obtener el beneficio. Si salgo contactaré a un abogado para vender la casa y poder irme.

—¿Por qué vives en Guanajuato si tienes una casa?

—La maña —responde—. Para hacer lo que hice tuve que pedir permiso. Si salgo querrán que regrese con ellos.

En medio del patio los sumos sacerdotes obligan a Jesucristo a arrepentirse de sus actos.

(Foto ACG)
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Carlos, que no se llama Carlos y que fue uno de los que recibió los 20 pesos de Benjamín, tiene 33 años. Lleva 11 y le faltan otros 12.

—Uno extravía el camino —dice—. Pero ya no más.

Ahora es amistoso. Todos son amistosos. Los reos más peligrosos de Michoacán parecen mejores personas que muchos de los que uno conoce a diario en libertad. A cada instante muchos se acercan. Detrás de esas playeras blancas que intentan anularlos, detrás de esos tatuajes baratos y esas cicatrices, hay historias de vida. Todos tienen una historia de vida. Casi todos quieren contar la suya.

—Mírenlo —dice uno de los guardias apuntando al viejo que permanece junto a la reja—. Tiene 92 años. Llegó a este penal hace pocos. Pero ya llevaba varias décadas en un penal anterior.

                  —¿Qué hizo?

—Violación.

El viejo resalta porque la mayoría son muy jóvenes. Viejos hay pocos, y su actitud es notoriamente distinta: difícil adivinar si se debe al desgaste natural de los años o a que perdieron toda esperanza. Una cara llena de arrugas, una columna encorvada, unos brazos raquíticos… Mentalmente hago la ecuación costo/beneficio ante una vida entera tras las rejas. Hoy los presos de alta peligrosidad de una de las zonas más peligrosas del mundo parecen buenas personas: hoylos presos de alta peligrosidad ofrecen el agua de sabor destinada a su propio consumo, se ofrecen como guías, agradecen, sonríen, se arrodillan sin pudor ante los pies del Cristo postrado en la zona más delicada del penal.

Los presos de alta peligrosidad son buenas personas. Al menos hoy, en Semana Santa.

Los policías y los internos también se llevan bien, y en algunos casos son amigos. Durante el recorrido del Cristo los oigo conversar: unos tenis que un interno aún no paga al interno que cuenta la historia. Yo sí te pago pronto, le dice el policía. Tú no importas, le dice el interno, tú eres mi cuate. Pero ese otro güey que no paga. Lo voy a mandar a la cárcel por pinche deudor.

Se ríen. Es Semana Santa.

(Foto: ACG)
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Cuando aparece Barrabás un interno comenta: ese es ratero. Seguro también es robacoches y montonero. Seguro es de Apatzingán. Los que están cerca se ríen. Barrabás alza los brazos al cielo, salta de alegría, parte corriendo como una gacela: soy libre, soy libre. Los internos otra vez se ríen.

Cuando se está preso las distracciones escasean.

—Casi todo el año nos la pasamos esperando las visitas —me cuenta uno que se acercó al verme con Leonardo—. Es de los pocos pasatiempos que tenemos. También uno aprende a trabajar, pero con los años ya se sabe hacer de todo y otra vez es lo mismo.

                  —¿A ninguno le ha dado por escaparse?

—El último lo intentó hace cinco meses. No pudo, claro. De ahí lo metieron al calabozo.

                  —¿Has estado en el calabozo?

—No, y prefiero no estar. Mejor me aburro aquí.

—Casi todos estamos aquí por homicidio —dice otro—. Muchos tienen unos pocos años, otros varias décadas. Es que somos unos malditos.

Lo dice sonriendo, con la picardía de un niño encontrado en una travesura.

Ya que estamos en Semana Santa, ¿te arrepientes de lo que hiciste?

—Lo que pasó, pasó. Ya es historia vieja.

Leonardo dice que no tiene familia, que nadie lo visita. Entonces, de pronto, suelta su propia historia.

                  —Me dieron 60 años —dice—. Como llevo 13, aún me faltan 47.

† † † †

Leonardo entró a los 18 años. Si cumple su pena, al salir tendrá 78.

—¿Qué fue lo que hiciste?

A Leonardo le mataron a su padre y a su hermano. Un pleito familiar, de eso que siempre aparecen en la prensa de Apatzingán. Entonces buscó venganza. Con sus propias manos mató a 4 miembros del clan rival. Sus enemigos amenazaron a su esposa: si vas a verlo a la cárcel, te matamos. Ella no les obedeció y fue. Los enemigos cumplieron. La acribillaron a ella y al hijo que tenía con Leonardo.

—Tenía 6 años —dice Leonardo, intentando no perder la compostura—. Mi hijo tenía seis años. Su cuerpo se partió en dos por los balazos. Yo aquí y no pude defenderlos.

Lo escuchamos impávidos.

—Ni modo, qué se le va a hacer —dice.

—Mmm… ¿Ya no piensas en venganza?

—Para qué —dice—. Ya me jodí la vida. Los enemigos se la jodieron igual. Hay que empezar de nuevo.

Son casi las 13:00 horas y el sol se ocultó en parte tras sobre unas nubes que refrescan el ambiente. Al centro del patio, rodeado de una muchedumbre, un Jesucristo sangrante y crucificado busca expiar los pecados del mundo.

—Perdónalos, no saben lo que hacen.

Los internos, cabizbajos, observan. Leonardo mira al Cristo quizá |pensando en la gente que no sabe lo que hace, en el Leonardo adolescente que sin total conciencia asesinó a cuatro personas, en su esposa que murió y en que ya no tiene a nadie en el mundo. O quizá pensando en su hijo descosido por las balas: su Vía Crucis personal, su propia cárcel dentro de esta cárcel que es el cereso Mil Cumbres de Morelia. La procesión continúa: aún faltan varias estaciones para completar el calvario.

Es otra Semana Santa en Michoacán.

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